RIGOBERTO GUZMÁN ARCE
AQUEL JULIO
Julio llega pronto con sus abundantes lluvias de verano y mi destino me lleva a reencontrar el carril del estudio. Anduve de calle en calle, en campañas de la izquierda mexicana, al lado y atrás de José Luis Sánchez González y Francisco Sánchez Delgadillo, líderes de las ideas y los sueños socialistas en nuestra comuna. El estrado era una camioneta y el público unos cuantos en las esquinas con lámparas tenues. Mis profesores se reían de mí, porque ellos invitaban puestos y caminos seguros ante mis avalanchas de emociones y lecturas. Creía firmemente en las banderas que se abrirían en el horizonte de colores revolucionarios y más aún con la revolución sandinista el 19 de julio del 79 que guerrilleros asaltaron el cielo y el amanecer dejó de ser una tentación. Mientras aquí en mi barrio, la calle Arista, la entrañable La Paz se iba convirtiendo en unos recuerdos porque sin decir nada mis padres ¡se cambiaron de casa! Llego un mediodía después de clases de verano de la Normal Superior en Nivelación Pedagógica, e intento abrir la puerta de madera de cuatro hojas y está cerrada con llave, toco fuerte y el silencio como respuesta. Me asomo por las ranuras y contemplo huellas de la huida, oscuro el cuarto y la sala, la luz de la cocina me ayuda a reconocer el vacío, ya no vive la estufa y la mesa roja. Pronto se me clarifica y aunque era un rumor, recordé que tomaron la decisión de irse a la casa que la hija mayor les había comprado y que desde las ruinas ya estaba construido dos pequeñas habitaciones y un baño. Sentí una desazón porque se caía en pedazos mis vivencias, el espacio y el tiempo consumido de diez años exactamente como en el éxodo de la calle Jiménez a este lugar, ahora era la peregrinación a la Ortiz 214, los veneros del barro y las historias fabulosas de aparecidos, del transitar de recuas cargadas de carbón, duraznos, granadas y 79 dejando las estelas olorosas de pinos y vientos de la meseta. Me encaminé hasta la dirección nueva y los vi muy tranquilos comiendo en medio de las revolturas de costales y cartones. Una sola vez fui a ver la casa cuando estaban trabajando los albañiles. Allí había vivido el hombre indígena bautizado por la gente como “el Poco a Poco”. Esa casa fue comprada a mi tía Chayo, esposa de mi tío Víctor, eran las únicas informaciones que supe. Me entristeció porque es muy crudo que se terminen las historias. No creí que pasaría de nuevo tanto que estos meses del año por esta calle estrecha de una sola cuadra. Esto la hace especial. Ya me voy limitando mis recorridos porque no camino por la Abasolo, y hay otras que me hacen sentir un bendito como la Jiménez, Arista…La Paz, con estas calles me cobijo el alma y me calman las tormentas emocionales y así voy recordando cada esquina, los vecinos que ya se fueron, los que están aquí que el tiempo se les vino encima. Busco los ecos de los gritos y risas; del balón en el viento, mis primos con rostros infantiles y de pubertad; los ancianos como aquella madre del policía don Simón, y me acuerdo del hombre vigoroso de don Trini sacando y metiendo vacas. Enrique el fontanero con sus herramientas de trabajo. Veo a mi tío Víctor en el batiente de su casa, con mirada triste me saluda y conversamos de su salud y sus viajes a la plaza Justo Barajas. Todas las veces contemplo la casa de mi nacimiento, número 71. Me detengo por momentos enfrente de la acera de la casa que partieron en dos, y aquí están las dos puertas de La paz 107. Hace años me permitió la maestra Fabela entrar a este lugar que alquilaba y me sentí que visitaba a un cadáver. Soy hecho de mares incontenibles que se golpean en cada paso que doy. La puerta de don Elpidio el abuelo de Rosa, ya para siempre cerrada. Qué cruel pasa el tiempo, qué desolación. Ya no está mi madre Dolores, ni mi padre Manuel, los hermanos ensimismados cada cual con sus penas y desafíos y fracasos. De aquí salió mi hermano Toño, en un octubre oscuro para nunca más volver. Mi galaxia, mi planeta, mi territorio amoroso cuando mis sueños no estaban rotos.