RIGOBERTO GUZMÁN ARCE

                                                         INSECTOS

                                                   1 DE 2 PARTES

 Comienza otra vez la función de la tragedia. Reviso cuidadosamente cualquier punto negro cuando ya estoy a punto de abrir la regadera. Hay algunos, rápido distingo si son insectos o parte del paso del tiempo que carcome. Con unos “estropajos” modernos de forma circular y con unos ojos azules y sonrisa de color rojo, afelpado y con sostén.  Insectos, los corro de su lugar de la tranquilidad y se me regresan y sigo con los movimientos acostumbrados hasta que después de intensos minutos logro tener el espacio ya libre porque están los testigos en la parte alta de la pared sin azulejo. Abro la regadera leve y tomo el jabón del organizador para iniciar el rito del agua ante el cuerpo que requiere limpieza y la frescura natural ante la temperatura que agobia. Inicia la lluvia personal, vivir un tiempo sintiendo lo primitivo del baño ancestral con herramientas modernas. En eso estoy pensando cuando a punto de abrir más la llave, por reflejo condicionado, pronto cierro porque ya detecté un insecto que está junto en la parte baja entre el jabón de hierbas. Tomo el trapo decorado para llevarlo poco a poco hasta afuera por la barrera de la puerta de plástico verde. Hay uno más enfrente de mí y levanta el vuelo y se dirige a mi cuerpo para su salvación y me quito para que no muera en el continente del jabón desparramado, entre burbujas y plastas del perfume seleccionado marca Lirio. Intuyo que se devuelven cuando tengo los ojos cerrados y se convierte en un manantial de fluidos y ruidos de la maquinaria del agua. Me entristece porque encuentro cadáveres que se lleva los ríos de los residuos, después de cinco minutos que es el tiempo que se consume en este lugar de humedades en la ceremonia intensa para combatir olores y sudores fermentados. Apesadumbrado lucho porque otros no ingresen al cementerio cotidiano de cuerpos con sus alas diseminadas. Es tanto mis rigores que no puedo distraerme ante estos lugares necesarios como el inodoro, el lavabo y la regadera, sinónimos de muerte para los inquilinos que desafían mi ayuda y no se resignan que los aleje de sus lugares preferidos. El colmo de mis batallas para su defensa fue un domingo de tarde oscura cuando la atmósfera presiente que llegan las lluvias, iluminado el baño de la planta baja, estoy feliz disfrutando agua fría ante los rigores del calor cuando se acerca el insecto ante el temblor del tubo de regadera y se acerca vertiginoso a mi rostro, trato de esquivarlo, sin saber que hacer por la sorpresa de su vuelo, porque quedaría muerto al instante y se mete por mi nariz, atontado y maldigo mi suerte…murió dentro de este cuerpo estremecido que en ese instante iniciaba el martirio que fue mi vomitada con los ojos llorosos.

Señoritas y señoritos, jóvenes y señoras, hombres y niñas en este instante llegan las hormigas al plato donde desayuno y las servilletas que tibias se preparan para el duelo y acompañamiento con el blanquillo y el tocino, se suben y delatan su presencia porque me fijo en los pequeños movimientos no de una sino de muchas las que durante la noche estuvieron trabajando horas extras para su reserva estratégica del hormiguero urbano como de encantamiento o su estado de extravío. Las miro en sus brusquedades y se me suben por esa mano que lleva trozos del almuerzo y me sacudo y no se van. Se quedan quietas ante la fuerza del viento de mi boca, luego prosiguen su camino nervioso y ya están otras arriba del plato y de la tortilla asustada. Como regios batallones huyen entre los utensilios del servilletero, el florero marchito y la taza de café con leche. Me levanto y hay cientos en el piso en caótica huida. Intento hábilmente no pisarlas y casi me voy por el camino que me guían las sillas del comedor para irme al baño prendiendo las luces por donde voy para evitar sus muertes inútiles. Se multiplican y me hundo en la desesperación y la sordidez de mis problemas con la colonia que se consolidó en este recinto del amanecer. De nueva cuenta utilizo el cepillo para levantarlas sin brusquedad y ponerlas siempre lejos de las agonías y mis contemplaciones. Lo peor son los encuentros que tengo con ellas en el baño. Tengo que hurgar en cada parte: en el piso y en las paredes, en los huecos de las llaves porque de allí salen despavoridas cuando escuchan el ruido infernal de la apertura del agua; en la parte del tren de trayectoria de las puertas. Es el mayor de mis sufrimientos cotidianos que no se notan, pero que resiento tanto hasta pedirles perdón por bañarme después de ver que están arrinconadas por el deslizamiento del líquido que se las lleva por la coladera y sin haberlas salvado porque salieron cuando era inevitable mi sensible humanidad de rescatarlas. Cuando otras veces después de la siesta cuando mis lecturas me vencen, llevo el plato de las frutas consumidas y ya van triturando a formando las hileras en la división del trabajo y antes de ponerlo en el lavadero, procuro soplarles a sus pequeños cuerpos para que entiendan que están a punto de irse al precipicio ante el advenimiento de una mano que tome el sartén para lavar el plato amarillo, que de manera constante utilizo para los postres. Llego al fastidio cuando salen por todos lados, de las direcciones y los puntos cardinales. Fijarme por dónde camino cuando salgo a contemplar los árboles que se estremecen por la cercanía de los vientos lejanos y el encementado es el mercado o plaza pública de las hormigas. Al tomar la manguera y disponerme al riego del pasto pronto distingo el martirio que les causo y dejo de regar.