RIGOBERTO GUZMÁN ARCE

                                                    INSECTOS

                                                2 DE 2 PARTES

Quizás sea capaz de dejar que se seque la hierba. Hay de todos los tamaños, las que casi no se ven, pero se siente su presencia cuando estoy leyendo en la cama de la habitación amplia e iluminada, me levanto como un resorte cuando siento por todos los rincones de mi piel, la presencia de su caminar apresurado y soplo como el recurso más socorrido para quitarlas y descubro que es la presencia de la dulzura lo que persiguen, el imperio del azúcar porque son capaces de morirse millones en un vaso de agua de naranja que por olvido se deja en 81 81 una noche de tantas ¿Es debilidad, trauma, mensada o esnobismo, principios de locura, payasada…lo mío? Póngale como quieran. 67.- Los imanta la luminosidad del monitor encendido porque los invoca la lentitud de la blancura y el repentino cambio de imágenes de colores. Cuando menos pienso por los ritmos en el teclado y la concentración en la creación de las frases, ya están varias dentro del estudio. Cierro tarde la ventana y no puedo evitar que vuelen con brusquedad en la superficie plana, ni con alguna hoja tratar de quitarlas porque se le caen las alas. Allá van tristes y adoloridas, lentas como los pasos de las monjas. Desprovistas de su capacidad de levantar el vuelo para huir en la noche oscura, no se resignan a perder su virtud esencial y al amanecer mueren entre papeles y pilas de libros consumidos. Las palomillas alargadas en su inexorable atracción fatal por la luz de las bombillas y de focos de luces amarillas y las de neón en las calles vertiginosas. Testigo implacable de los tiempos de sus mortajas eran los largos pasillos de las plazas cuando se convertían en frágiles alfombras lamentables por la acumulación de sus cuerpos como triste cementerio colectivo cuando antes de la lluvia durante en el rumor de siempre en la repetición de gotas milenarias que perforaban cualquier corazón de adolescente y después cuando escampaba.

 Lamentables tijerillas que salían por los resquicios de las bancas y no había un lugar, un leve espacio deshabitado por ellas. El mito infame era asesinarlas por la creencia que siempre buscaban tus oídos para volverte sordo. Simplemente me las quitaba de mi ropa y otros tipos en el mosaico dejaban caer su pesadez para restregarlas y tronaban sus cuerpos como canciones de un funeral.

 Inconmensurable la travesía por la hierba fina de rocío, buscando entre las piedras en el vendaval del verano infantil, la humedad contagiante y la amplitud del claroscuro. Presuroso huía del juego de balazos de mis amigos y huía en la colina, en el cerro que era nuestro bosque, para coleccionar, ante falta de estampas y llaveros o supertazos, chinchillas rojas de terciopelo. Llevaba tres o cuatro cajas sin cerillos para guardarlas y traerlas como pequeños tesoros ante mi pobreza material. Las juntaba y era un espectador feliz de sus recorridos en el corral de la abuela. Hacía pequeñas casas de ramas ligeras y hojas, caminos entre la vegetación y las subía a los ciruelos para que admiraran el cielo. No se las presumía a nadie porque tenía miedo de que me las quitaran, se burlaran  o las aplastaran sin misericordia. Me sentía en mi soledad un soberano por la imaginación ardiente que acompañaba a los pequeños cuerpos de corazón y ante la señal que se me morían poco a poco, despavorido las regresaba a su lugar de origen que correspondía porque era en vano alimentarlas con residuos de galletas de animalitos y leche.

 En la oscuridad de tu desgracia o la monotonía cuánto significa las luces intermitentes de los segundos, la reacción natural del tiempo y el espacio que se encienden por las maravillosas luciérnagas. El insecto sublime y delicado generador de la luz verde que conmociona la tentación que enaltece esta belleza entre las palmas de mis manos que resguardan en lo efímero porque su vuelo intenso no espera, ni el año, ni el siglo. Las cuidaba en un frasco de tapa perforada y en la calle Jiménez me sentaba junto a un poste con mi amigo el escorpión de verdad y ante el peligro de amigos por conocer mi espacio luminoso, las dejaba escapar y se iban felices por las rutas de la noche ampliada. Perdura en los recuerdos ancestrales. Me guían mis pasos desde el origen hasta mi muerte. Seguir siempre la luz y me sorprendía la fiebre entre mis sueños que impactado por la hermosura de amores luminosos buscaba esa señal sexual, de libertad y de condena, irradiante como única y verdadera, la combustión que arroja a través del Universo, son las galaxias nacientes en cada instante cuando el simple beso del hombre y la mujer, es la explosión de luces infinitas y los gases de colores para el cotidiano estallido en la siempre e inolvidable verde luz de mi vida que se asombra ante tus señales de luces consteladas.