RIGOBERTO GUZMÁN ARCE
NOSTALGIA PURA
1.-A duras penas podía sacar la carreta de su pequeña casa y pedía auxilio. Gustosos aceptábamos porque significaba que no nos cobraba leer en los portales de la Madero, los cuentos que alquilaba todos los días de la semana. El sábado y el domingo eran las fiestas de la lectura. Un festival que hacía uno cola y aguardábamos impacientes a que se desocupara una de las cinco revistas del último número de Kalimàn o Memìn Pinguìn, la de Lágrimas y Risas y Amor. La regla era que no podíamos agarrar un banquito hasta que tuviéramos en nuestras manos alguna revista favorita y pagando al contado, no aceptaba las inimaginables tarjetas 14 de crédito. Enrique su nombre, su origen la Ciudad de México. Nunca supe el por qué de su estadía en un pueblo no contemplado en los mapas. Una estructura apoyada en la pared con sus alambres para colgar con ganchos de madera todas las revistas y otra apoyada en unos pequeños soportes como si fuera una gran mesa de títulos y color. Se paraba, se sentaba, acomodaba los cuentos ya entregados en el proceso del alquiler y tenía ojo de águila capitalina para que nadie se hiciera dueño fugitivo de la revista, mucho menos que se robaran los banquitos de colores chillantes. Era clásico que antes de zarpar al barco del cine el domingo por las tardes después de comer, se alquilara la revista de rigor. El sol inclemente golpeaba sin piedad las plazas que se comenzaban a llenar de niños juguetones y ancianos que dormitaban desde el principio. Yo ensimismado con el de “Ring mundial” y uno de lucha libre y box. Al verme que lo leía y duraba más rato que el normal y lo volvía a leer de nuevo se me acercó con su estatura chaparra, de tirantes y de lentes de botella: manito ¿te gusta el box?, porque noto que duras mucho rato leyendo. Yo fui boxeador y me gustaría poner un gimnasio, pero ya estoy viejo, apenas puedo caminar. Tú estás flaco, pero te puedes poner correoso. Me lo dijo ya de lejos porque cuidaba las revistas como si fueran de oro. Siguió con su lenguaje de pasión cuando le entregué los cuentos. “¿Oíste la pelea del Púas Olivares contra Lionel Rose? Se convirtió en campeón del mundo hace unos días. Lo vi debutar hace algunos años cuando ganó por nocaut en el primer asalto a Isidro Sotelo. Me dije que ese flaco y trompudo iba a llegar lejos y ganó el campeonato. Le seguía ayudando junto con la pandilla de la cuadra a movilizar sus productos de ida y regreso. Se convirtió en la importancia requerida, el famoso “Maistro, el de los cuentos”. Fue una constancia y provocador de angustias por querer leer temprano y ser de los primeros con la moneda de veinte centavos en los fines de semana. Cuando nos metíamos a su casa para ir apartando las revistas más solicitadas, me quedaba asombrado de las pilas de cuentos arrumbados en el primer cuarto y al verme en estado de admiración me decía que en el otro tenía el doble o el triple. Murió en el primer cuarto y las revistas las tiraron en costales. Unos cuantos vecinos lo velaron a don Enrique del que nunca supimos nada solo que amaba como a una mujer eterna, las profundidades del box.
2.-Se convertía en un rito, la solemnidad de asistir al estudio fotográfico del único artesano de conservación de la imagen. Víctor Chávez, el cronista visual de los acontecimientos como el derrumbe de la cúpula de la parroquia tras el terremoto de los años treinta; la inauguración del monumento de Cristo Rey en la cúspide del 15 cerro Santa Catalina en los cuarenta. La estación del tren y las marchas militares o de apoyo obrero y campesino de la expropiación petrolera por la Calle Real. Víctor Chávez con su cámara de tripiè en los eventos del día del árbol, las humildes fiestas patrias en la plaza grande o la vastedad del llano con sus bancas de cemento y el ruedo de madera. Por eso mi madre nos llevó a tomarnos una fotografía para el trámite del seguro social. Tocamos en la segunda puerta de su casa, y se asoma por una pequeña ventana empotrada. Abre la puerta del estudio y se respira a elementos de restauración y colorantes de grandes fotografías pintadas de paisajes de mares y rostros, de caminos en otoño y retratos de familia. Unas largas mesas con cuadros de madera, frascos negros con negativos y acumulaciones de viejos y nuevos trabajos. En medio del escenario, la pared, y cortinas de color vino en los costados. De a uno a uno fuimos pasando para sentarnos en un banco, quedarnos quietos y recibir instrucciones. Muy vertical nos acomodaba nuestra espalda. A unos metros estaba la enorme cámara y se metía a la mantilla negra y enfocaba el lente y de nuevo venía para acomodarnos el rostro y nos exigía que no cerráramos los ojos porque si se repetía, tenía costo nuevo. Tensos como si fuera el cadalso o juicio oral esperando la luz de la pequeña lámpara. Por fin, pero venía la tortura de la rigidez del recordatorio de no perder el papelito como comprobante o recibo porque entonces no se entregaba el trabajo elaborado. Salimos y la vitrina de exhibición donde estaban en la inmortalidad personajes del pueblo o seres anónimos en diferentes posiciones: casados con el ramo de flores; un niño arriba de un banco y en calzones; la familia con trajes de vestir; la mujer con sonrisa.